El Cómic de Künig
por Miguel Fernández y Javier Gómez
Desde el corazón de Europa al alma de Compostela.
Cuando Hermann Künig convirtió el polvo en oración
y el barro en el camino de la primera guía de peregrinos de la historia
A finales del siglo XV, cuando la fe guiaba los pasos del hombre mas que las estrellas y las sendas hacia Santiago se perdían entre bosques, nieblas y temores, una suave brisa cálida de humanismo y ciencia se extendía por toda Europa llevando un reconfortante mensaje de esperanza y progreso. El Renacimiento había despertado ya y con el surgía la revolución que sacudiría los cimientos del mundo, iluminando las mentes y los corazones, y abriendo horizontes que ningún tiempo había osado imaginar. Pero mientras tanto, cuando los bosques de Alemania seguían susurrando plegarias el viento y sus monasterios aun guardaban el secreto de los mapas, un monje alemán llamado Hermann Künig de Vach, se entregaba con fervor casi divino al arte de descifrar, interpretar y estudiar los antiguos trazos que describían los caminos. Y fue, en una madrugada de lluvia y campanas, en el año del señor de 1486, cuando en su monasterio de Vacha, recibió una visita que habría de cambiar para siempre el curso de su destino y del de miles de peregrinos.
El prior general Antonio Alabanti, docto varón, profesor de las universidades de Florencia y Bolonia, sabio en letras y en fe, lo llamó a su presencia y le dijo con voz grave y mirada serena: “Hermann, los caminos que llevan al sepulcro del Apóstol son oscuros, inciertos y llenos de peligros. Muchos parten, pocos llegan y menos regresan. Necesitan una guía, una luz que los conduzca entre montes, ríos y almas perdidas. Parte tú, que conoces el arte de la palabra y la paciencia del viajero. Recorre las sendas, anota los pasos, cuenta las distancias y escribe el mejor camino para los que vengan detrás.”
y así fue como, obedeciendo las órdenes de su superior y guiado por una fiebre insaciable de descubrir, explorar y de servir al prójimo – la misma que por aquellos días devoraba los espíritus de Leonardo da Vinci, Cristóbal Colón y de tantos otros hombres- Hermann Künig de Vach dejó atras los muros silenciosos de su monasterio con su grupo de colaboradores. Era la primavera del año del señor de 1488, y los caminos, aun húmedos de lluvia y tinieblas, aguardaban ardientes sus pasos de esperanza.
Atravesó los vastos reinos del Sacro Imperio, el valle del Ródano, las fértiles tierras de Borgoña y de Gascuña, las áridas de Burgos pero evitó siempre las montañas donde el viento llevaba consigo las plegarias de los que ya habían caído en el camino. Durmió bajo estrellas sin nombre, compartió pan con extraños y al calor del fuego escuchó pacientemente a los lugareños mientras le confesaban cual era el mejor camino para seguir. En su mente, cada piedra y cada senda se grababan como versos de una escritura sagrada. Cada jornada era un verso, cada encuentro una enseñanza. En su cuaderno, junto a los nombres de ríos y aldeas, anotaba distancias y puentes, peligros y refugios, hospitales y talleres de calzado, cambio de moneda y lugares donde el cuerpo podía descansar y el alma elevarse. Y así, poco a poco, su viaje se convirtió en un mapa de palabras, su alma se hacía más sabia y su cuaderno más grueso. Su viaje era más que un tránsito: era todo una investigación, una exploración científica, era una cartografía de la salvación.
Y un día, casi un año y medio después de haber salido, divisó las torres de Santiago de Compostela, doradas por el sol del ocaso como si el cielo mismo las reclamara y cayó de rodillas, no por cansancio, sino porque comprendió que esto no era el final, sino el principio, de la vuelta al corazón de Europa para que de su mano nacieran las letras que trazarían la primera guía de peregrinos, el faro de los caminantes, el testimonio de que un puñado de seres humanos, con fe, coraje y sabiduría, convirtieron su travesía en eternidad..
Y cuentan muchos avezados peregrinos que aun hoy, cuando la tormenta despierta, la noche sorprende o la soledad angustia, puede oírse entre el viento un susurro lejano, leve como una oración. Es el eco del tiempo que repite los consejos de aquel monje que, hace mas de 500 inviernos, caminó hacia el fin del mundo y regresó trayendo consigo una guía que seria la luz de miles de almas. Su legado perdura, imperecedero, recordando que todo viaje verdadero no solo traza caminos en la tierra, sino también en el corazón.
LOS PERSONAJES
HERMANN KÜNIG. Scriptor viarum sanctarum et lucerna peregrinantium.
Era de natural inquieto, de mente clara y espíritu ansioso, siempre presto a indagar los secretos de la creación y a buscar, en las sendas del saber, la huella de la Verdad. Ávido de ciencia y movido por el deseo de alumbrar al prójimo, fue dechado de aquel nuevo linaje de hombres que en la aurora del Renacimiento alzaron su pensamiento hacia las estrellas. Mas no solo en letras y razón halló su vocación, sino en el auxilio de los mortales. Porque dedicó su vida a servir a los peregrinos. A ellos dio consejo y guía, mostrando las veredas seguras, los puentes firmes, los lugares de amparo, cuando los bosques eran morada de fieras y los senderos, guarida de bandidos. Así transcurrió su existencia: entre libros y caminos, entre la luz de la ciencia y la fe del caminante. Y cuando el polvo del tiempo cubrió su jornada, quedó su memoria como lámpara encendida, símbolo del hombre nuevo que busca mudar el mundo con la fuerza del espíritu y la claridad del entendimiento.
JUAN PLENNING.
Sabido es que fue otro monje servita, morador del claustro de Erfurt, no lejos del de Vacha, donde floreció el buen Hermann Künig. De ánimo piadoso y paso peregrino, emprendió ambiciosas peregrinaciones como la que le llevó a la Ciudad Santa de Jerusalén. De aquella tierra bendita tornó cargado de tesoros sacros: más de ciento cincuenta y ocho reliquias, todas ellas certificadas por la muy venerable mano de fray Bartolomeo de Piacenza, guardián del sacro monasterio del Monte Santo de Jerusalén. Mas su espíritu, inflamado de celo y de deseo inextinguible, tornóse prisionero de su propio fervor: con ansia, sin reposo, compraba, trocaba y acumulaba reliquias, cual si en cada fragmento de hueso o en cada jirón de hábito buscara el mismo aliento de los santos. Profundo era su saber acerca de las historias que en torno a tales reliquias tejía el tiempo; conocíalas todas, como si en sus oídos resonaran las voces de los mártires y los ecos de los siglos.
JUAN TROST.
Grande era su talle, firme su cuerpo, serena su mirada, y sus palabras, pocas, caían con peso de juicio y verdad. Mas bajo aquel silencio moraba un ingenio claro y un espíritu sagaz, pues conocía todos los conventos servitas de Alemania. Por tal saber y prudencia, fue elevado al cargo de prior provincial en el año del Señor de 1488. Cuando tornó de su piadoso viaje con el buen fray Künig, fue nombrado prior del monasterio de Halle, y allí, movido por fervor apostólico, instituyó desde el año de gracia de 1491 santos ritos y celebraciones en honor del glorioso Santiago Apóstol. Entre tales obras brilla como joya de devoción la fundación de la Cofradía de Santiago, que él mismo consagró con solemnidad, para perpetuar la memoria del santo caminante y guiar las almas de los fieles en su peregrinar terrenal.
JERÓNIMO FUSCO. De fratre Fusco, Servita sapientissimo et oratore divino.
Entre los hijos ilustres de la santa congregación de los Servitas, resplandece el nombre de Fray Fusco, varón docto y amigo fiel del venerable Antonio Alabanti. Grande fue su fama y su autoridad, pues por designio del cielo y de los hombres fue hecho Vicario General de la Península Ibérica, cargo que sostuvo con prudencia y fervor. Tal era su mérito que el propio Papa Inocencio VIII dirigió carta a la serenísima reina Isabel de Castilla, fechada a dieciséis días del mes de octubre del año del Señor de 1488, en la cual le encomienda como magnífico predicador y sabio varón. Ya en las Pascuas de los años 1488 y 1489 predicaba con voz ardiente en Santiago de Compostela, moviendo los corazones de los fieles al arrepentimiento y la gracia. En el año del Señor de 1490, la augusta Reina Católica le nombra Inquisidor de León y Valencia, confiándole las riendas del celo doctrinal y la defensa de la fe verdadera.
Por los pergaminos antiguos se sabe asimismo que, en la Cuaresma del año 1493, hallábase predicando en la ciudad de León, donde sostuvo pública disputa con el rabino Labán Abbatón, maestro de la sinagoga, y con Salomón de Marsella, acerca del misterio de si Cristo Nuestro Señor era judío. Tras largos años de peregrinación por tierras de Europa, tornó a las Españas en el año de 1503, llevando la palabra divina por Alicante, Cádiz y Sevilla, donde muchos se convirtieron al oír su verbo inflamado. Y así, cumplida su jornada terrenal, durmió en el Señor el año de 1532, en el sagrado convento de Pietralunga, en la región de Perugia, donde su memoria aún resplandece entre los hijos de la Orden.
EMILIA FERNÁNDEZ. Femina miranda et Servitarum benefactri
En aquellos días de gracia, floreció en las tierras de Álava esta noble dama cuyo espíritu ardía en celo santo. A su costa, y movida por fervor de caridad, levantaba una ermita para acoger a las religiosas de la sagrada Orden Servita; y no contenta con tal obra, emprendió más tarde la restauración de la iglesia de San Martín de Luco, junto con su hospital anejo, donde los peregrinos hallaban amparo y alivio.
El venerable Antonio Alabanti, viendo en ella virtud no común, le otorgó potestades admirables para los tiempos que corrían: la nombró Vicaria, concediéndole licencia para fundar casas de hermanos y hermanas servitas en cualquier lugar, acoger en ellas a frailes de otras órdenes, y viajar libremente por los caminos del reino, acompañada de dos o más siervos de María. Y fue tanto el favor del cielo, que el propio Papa Inocencio VIII, movido por su ejemplo, expidió en Roma, a cuatro días del mes de febrero del año del Señor de 1488, una indulgencia plenaria para todos cuantos ayudasen en las santas obras que Emilia hacía.
TOMÁS DE TORQUEMADA. Inquisitore Magno et zelo ardente
Desde su mocedad abrazó la vida dominica, vistiendo el blanco hábito de los Predicadores y entregándose con alma fervorosa al estudio de la Ley divina y a la defensa de la Fe. En tiempos recios, cuando las sombras de la herejía turbaban los reinos de Castilla y Aragón, alzóse él cual antorcha vigilante, y por mandato de los Reyes Católicos fue nombrado Inquisidor General de toda España. Su celo ardía, no por ira humana, sino por deseo de purgar la viña del Señor de las cizañas del error. Con voz severa y oración constante, rigió los tribunales del Santo Oficio, procurando —según su conciencia— la pureza de la creencia y la obediencia de las almas al Romano Pontífice.
Amó la austeridad más que el oro, y nunca buscó honra ni riqueza, mas sí obedecer a la Iglesia y al mandato regio. Muchos le temieron, pocos le comprendieron; su nombre quedó grabado entre los mármoles de la historia con mezcla de reverencia y espanto. Y cuando cumplió el número de sus días, en el año del Señor de 1498, entregó su espíritu en el convento de Santo Tomás de Ávila, dejando tras sí una huella de fuego y ceniza, que los siglos no han borrado.